Siendo naturalista adolescente (ó adolescente naturalista, lo que vd. prefiera), con 13-14 años, recuerdo atrapar un pequeño Petirrojo en casa. Lo metí en una jaula y me lo llevé en medio de un huerto de limoneros que teniamos junto a la casa. Puse la jaula en el suelo, justo en mitad del territorio de otro Petirrojo que por allí vivia, y me escondí cerca, a ver lo que pasaba. El escondite duró poco.
Y nunca mejor dicho: los acontecimientos se precipitaron en minutos, se precipitaron en forma de Petirrojo celoso que comenzó a atacar sin contemplaciones una jaula en la que un pobre pajarillo preso se mantenía paralizado por el miedo tratando de mantenerse lejos de las paredes de barrotes. Los topetazos y embestidas del pájaro libre contra las paredes de la jaula eran de tal calibre que llegué a temer por su vida, por la vida del de fuera.
Rápidamente liberé al cautivo y aprendí una de mis primeras lecciones de naturalista: los Petirrojos no saben abrir la puerta de una jaula, ni para salir ni para entrar.