Sería maravilloso pensar en una sociedad en que avances tecnológicos y desarrollo social van de la mano, pero eso no es lo que está ocurriendo hoy. Al menos no está ocurriendo en un sentido directamente proporcional. La tecnología es útil sólo a las personas que se benefician de ella, solo a las que pueden costeársela. Tanto esto es así, que hemos llegado a aceptar que el hecho de poder costearnos una u otra tecnología es el objetivo en sí por el que luchar, por el que trabajar y por el que vivir. Y más aún, nuestro sistema económico no tiene sentido, se hunde, si falla el binomio «nueva tecnología-aumento de ventas». Es decir, hemos pasado de una tecnología al servicio del proceso productivo, de su mejora, a una tecnología cuyo objetivo es existir, aumentar las ventas.

¿Es culpa de la tecnología el actual estado de cosas? No solo, pero sí, sin duda. No solo. Porque el origen de la tecnología es el origen mismo de la sociedad. Antropólogos y paleontólogos nos muestran de qué modo la sociedad ha ido evolucionando gracias a la nueva tecnología. Esta necesidad de crear artefactos nuevos, más útiles que los anteriores, o de crear nuevas formas de relacionarnos entre las personas, forma parte inseparable de nuestro ser social. Acabar con la tecnología como reivindicaban los sindicatos que se oponían a la mecanización de los talleres de montaje, o darle la espalda como hacen los cuáqueros y otros anarquistas, no acabó ni acabará con esa necesidad que podríamos llamar antropológica. Pero sí. Debemos ser conscientes de que oponerse al actual modelo de desarrollo económico pasa inexorablemente por políticas de decrecimiento. También de decrecimiento tecnológico. Decrecer no es volver a las cavernas. Decrecer es detener el desarrollo. En este caso del tumor que gobierna el mundo.

La tecnología es el nuevo «sueño americano». Sigue leyendo…