… el “mileurismo” salta por la ventana.
Durante mi breve estancia “laboral” en Londres, estuve trabajando en una cadena de pubs llamada “Ha-ha bar”. Concretamente en el Hahabar de Barnet, al norte de Londres. Por consejo de mi hermana Mónica, anoté en un papel todos y cada uno de los días de trabajo en el bar, y las horas. Yo era el fregaplatos y también pinche. Me encargaba de vaciar los platos de basura, de colocar en la máquina toda la vajilla, apilarla cuando estaba limpia, limpiar las sartenes, sacar la basura, fregar el suelo, limpiar mejillones y pelar patatas, básicamente. Encima tenía que soportar las gracietas de uno de los camareros, british él, que me tiraba los cubiertos al suelo (hasta que le paré los pies, de muy malos modos).
En mi vida me he sentido más explotado. Por suerte duró poco. No solo el sueldo era una miseria para el curro que yo hacía, sino que estaba a merced de los jefes: la encargada me explicó que ellos necesitaban a alguien que estuviera listo para cuando se acumulara trabajo (tarde-noche, weekends…); para sacar faena, y punto. Si lo quería tenía que estar dispuesto a currar cuando ellos me llamaran, y hasta la hora que ellos me dijeran. ¿Que por qué acepté? Pues muy sencillo: Yo acababa de llegar a Londres, con 29 años y el dinero justo, ahorrado, para mantenerme las dos primeras semanas o una tercera, en función de los gastos. Realmente estaba agobiado por el dinero, pero sabía que era algo temporal. El curro tenía como única ventaja que me pillaba a un kilómetro y medio de casa, con lo que podía ir y venir andando (from North Finchley to Barnet, para más pistas). Y yo no tenía otra cosa que hacer. Así pues, con ánimo medio de buscavidas, medio de antropólogo de pacotilla, acepté. No firmé ningún contrato.
Yo seguí buscando otro curro. Y a los 21 días encontré otro mejor en un almacen de material escolar (en el que curraba un malagueño muy simpático que intercedió por mi, sin yo conocerlo de nada). Era una empresa que se dedicaba a enviar a todo el mundo pedidos de grandes marcas y de una gran variedad de artículos (temperas, pastel, óleos, ceras, papel, reglas, lápices, maquetas, etc). El sueldo era un poco mejor, sin ser un disparate. El ambiente me sedujo desde el principio, eso sí.
A lo que iba: fui al Hahabar, era viernes noche, y le comenté a mi compañero argelino que me iba, que el lunes empezaba a trabajar en otro sitio. Le dije que se lo tenía que decir a mi jefa para que buscara un sustituto (ingenuo de mí). No obstante yo estaba decidido a currar el fin de semana. Llegó la jefa y sin más preámbulos me dijo que recogiera y me fuera. Yo no había echado ni una hora. Le pregunté que por qué y me contestó que yo era un mal ejemplo para mis compañeros. Yo me quedé “a cuadros” y le dije que no estaba de acuerdo. Me dijo que no le importaba. Le pregunté cuando podía cobrar (no había trabajado ni un mes entero, sumando los días) y me dijo que me pasara por allí otro día, por la mañana. Eso hice.
Al día siguiente cogí el papel en el que tenía anotados todos los días (21, lo recuerdo) y las horas correspondientes, me hice una copia, y se lo llevé. Pedi media pinta, le di el papel y se lo quedó. Me hizo volver otro día.
Volví y pedí otra media pinta. Me dijo que había perdido el papel, que no eran tantos días como yo decía y que tenía que pagarle la media pinta. Le dije muy serio que esos eran todos los días que yo había currado y que era su obligación saberlo; que ya le traería yo copia de nuevo de los días, pero que el próximo día me iría con mi dinero o no me iría, y que no era justo pedirme pagar dos o tres pintas, teniendo que estar yo pagando el autobús cada vez que venía, para nada (aunque yo iba y venía andando).
El tercer día le pedí otra media pinta, me la puso de mala gana y me dijo que me iba a dar menos dinero del que me correspondía. Yo le dije que no (había calculado exactamente lo que era) pero seguía sin dar su brazo a torcer. Me tuve que poner muy serio y amenazarla con que la iba a denunciar si no me pagaba hasta el último penique, además de decirle que yo de allí no me iba. Le enseñé la copia que yo tenía de las horas y el cálculo del dinero y le dije que era injusto que me estuviera tratando así. Entonces accedió a dármelo, con desdén, como si ese dinero no fuera mío.
¿Derechos laborales, convenios colectivos? ¿Eso qué es? Aquí también ha funcionado muchos años, y aún hoy es posible encontrar al jefe de una cadena de montaje de sofás, o de explotación agraria (ayer el “señorito”) que llega y sube en la camioneta a los currelas de turno. Se pacta el sueldo sobre la marcha y a correr (a correr literalmente, si aparece algún inspector). Hasta ahora estas prácticas oficiosas chocaban con la ley laboral, por lo que quedaban ocultas. Aunque existían, se privilegiaba el contrato oficial. Contratos de mil euros o menos, pero contratos eran. Estoy esperando que mi amigo Fer me informe de que empieza a surgir una nueva forma de blues por los campos de España.