Esta noche, mientras terminaba de colocar unos vasos en el lavavajillas, así como de refilón me pareció ver una sombra que cruzaba la puerta hacia la galería. Rápidamente agarré un trapo para las manos y me asomé. A estas horas la casa está muy tranquila. Mi hija se ha dormido y mi mujer está en su habitación. Mentalmente repaso varias cosas que me han sucedido durante el día, pero sin darle importancia. Me ayuda a relajarme.
En cuanto me vió me miró fijamente, dio dos pasos hacia atrás y salió zumbando. Creo que me asusté yo más que él. El gato maldito. Un escalofrío me recorrió los brazos, la espalda y las piernas. Me dejó helado. Apenas tuve tiempo de apartarme un poco. Oí sus uñas contra la losa.
Sin mucha convicción salí detrás de él. La puerta de la casa estaba abierta. ¿Abierta?. Se ve que al volver de sacar la basura me la dejé abierta. El jardín estaba húmedo y oscuro. La calle fría y solitaria. Siempre impresiona pasear de noche por una calle solitaria, por mucho que la conozcas. Pero no: juraría que dejé la puerta bien cerrada. Es probable que el gato haya olido el aroma de los restos de bacalao en la galería y su hambre le haya hecho perder el miedo. Ahora comprendo por qué entonces he sentido un escalofrío cuando enjuagaba los vasos, y lo siento ahora en la espalda. Y por eso he girado la cabeza bruscamente. Pero no hay nadie…